Artículo del 14 de Mayo del 2009
Abofeteada y avergonzada por los escándalos sexuales de años recientes, la semana pasada la Iglesia católica de Miami tuvo que poner la otra mejilla. La cachetada fue del padre Alberto Cutié, uno de sus hijos más dilectos y responsables de moldear a su imagen y semejanza la renovada cara de la Iglesia: carismática, moderna y comunicativa.
Talvez por su popularidad y porque la Iglesia no saldó del todo sus cuentas con la sociedad por el abuso de menores, muchos pasaron factura inundando programas periodísticos para respaldar el desliz amoroso del cura con una mujer en las arenas públicas de Miami; una conducta que quizás no se le hubiera tolerado a otro religioso de más bajo perfil.
Muchos tomaron partido a su favor, acusando al celibato de todos los males sexuales que engendraron los curas desde el Concilio de Trento en 1563. Sin embargo, que estos se casen o que puedan tener relaciones no resuelve los problemas de las desviaciones ni de la infidelidad. Numerosos pastores protestantes casados son la prueba; están acusados de adulterio y sentenciados por delitos sexuales.
Tampoco el matrimonio es la solución a los descarríos amatorios. Hay pederastas y paidófilos entre los que se ven felizmente casados, así como relaciones incestuosas, pornografía infantil y violencia doméstica. En todo caso, la desaparición del celibato, un debate nada nuevo en la Iglesia, más que enderezar perversiones, permitiría aumentar el número de vocaciones (en Estados Unidos hay 40,600 curas, cinco mil menos que en 2000); aunque quizás para la Iglesia sería más urgente resolver la discriminación de las mujeres al sacerdocio.
Lo del padre Alberto no es un tema de celibato, sino de infidelidad. Tenía incluso más responsabilidad que otros sacerdotes, debido a su vida pública y porque le habían delegado la imagen y mercadeo de la Iglesia en los medios. Su conducta tiene el agravante de que la hizo pública y sin tapujos; y pudo tener el atenuante si hubiera pedido a sus superiores excusarse de sus deberes sacerdotales durante las semanas transcurridas desde que fueron obtenidas las fotos en marzo (o desde que empezó la relación) y publicadas en mayo.
El caso de infidelidad a los votos sacerdotales, como el del ex obispo paraguayo Fernando Lugo, no debería generar culpas más que a las personas responsables. No se puede acusar de este incidente ni a la Iglesia ni al celibato ni a los periodistas. A pesar de los excesos, los medios tienen la obligación ética, aun a riesgo de perder simpatías o lectores, de dar a conocer los actos de personas públicas, especialmente cuando se reflejan incoherencias entre lo que se pregona y se practica. De ahí que muchas carreras políticas exitosas y cercanas a la Presidencia estadounidense, como los casos de Gary Hart y John Edwards, hayan quedado truncadas por infidelidad marital.
La sabiduría popular, más allá del cansino dicho de “quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”, sabrá ubicar al cura Alberto cerca de la imagen de Bill Clinton, cuya infidelidad fue perdonada, o la pegará a la de políticos y curas cuyas figuras fueron castradas por hechos parecidos.
Luego de este período de silencio prudente u obediente del padre Alberto, y de que se haya dicho que su destino dentro del catolicismo depende de él mismo, así como su celibato o su vida en pareja en otra religión o profesión, lo cierto es que la Iglesia tiene por delante una difícil decisión. Cualquier medida que adopte, perdón o sanción, generará un grupo de ofendidos y mucha desconfianza.
Lo paradójico y asombroso, en todo caso, es que este bullicio lo genere una persona que mucho hizo para devolverle a la Iglesia la confianza perdida tras tantos años de escándalos y abusos sexuales.
http://www.laprensagrafica.com/opinion/editorial/32872-celibato-e-infidelidad.html
Abofeteada y avergonzada por los escándalos sexuales de años recientes, la semana pasada la Iglesia católica de Miami tuvo que poner la otra mejilla. La cachetada fue del padre Alberto Cutié, uno de sus hijos más dilectos y responsables de moldear a su imagen y semejanza la renovada cara de la Iglesia: carismática, moderna y comunicativa.
Talvez por su popularidad y porque la Iglesia no saldó del todo sus cuentas con la sociedad por el abuso de menores, muchos pasaron factura inundando programas periodísticos para respaldar el desliz amoroso del cura con una mujer en las arenas públicas de Miami; una conducta que quizás no se le hubiera tolerado a otro religioso de más bajo perfil.
Muchos tomaron partido a su favor, acusando al celibato de todos los males sexuales que engendraron los curas desde el Concilio de Trento en 1563. Sin embargo, que estos se casen o que puedan tener relaciones no resuelve los problemas de las desviaciones ni de la infidelidad. Numerosos pastores protestantes casados son la prueba; están acusados de adulterio y sentenciados por delitos sexuales.
Tampoco el matrimonio es la solución a los descarríos amatorios. Hay pederastas y paidófilos entre los que se ven felizmente casados, así como relaciones incestuosas, pornografía infantil y violencia doméstica. En todo caso, la desaparición del celibato, un debate nada nuevo en la Iglesia, más que enderezar perversiones, permitiría aumentar el número de vocaciones (en Estados Unidos hay 40,600 curas, cinco mil menos que en 2000); aunque quizás para la Iglesia sería más urgente resolver la discriminación de las mujeres al sacerdocio.
Lo del padre Alberto no es un tema de celibato, sino de infidelidad. Tenía incluso más responsabilidad que otros sacerdotes, debido a su vida pública y porque le habían delegado la imagen y mercadeo de la Iglesia en los medios. Su conducta tiene el agravante de que la hizo pública y sin tapujos; y pudo tener el atenuante si hubiera pedido a sus superiores excusarse de sus deberes sacerdotales durante las semanas transcurridas desde que fueron obtenidas las fotos en marzo (o desde que empezó la relación) y publicadas en mayo.
El caso de infidelidad a los votos sacerdotales, como el del ex obispo paraguayo Fernando Lugo, no debería generar culpas más que a las personas responsables. No se puede acusar de este incidente ni a la Iglesia ni al celibato ni a los periodistas. A pesar de los excesos, los medios tienen la obligación ética, aun a riesgo de perder simpatías o lectores, de dar a conocer los actos de personas públicas, especialmente cuando se reflejan incoherencias entre lo que se pregona y se practica. De ahí que muchas carreras políticas exitosas y cercanas a la Presidencia estadounidense, como los casos de Gary Hart y John Edwards, hayan quedado truncadas por infidelidad marital.
La sabiduría popular, más allá del cansino dicho de “quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”, sabrá ubicar al cura Alberto cerca de la imagen de Bill Clinton, cuya infidelidad fue perdonada, o la pegará a la de políticos y curas cuyas figuras fueron castradas por hechos parecidos.
Luego de este período de silencio prudente u obediente del padre Alberto, y de que se haya dicho que su destino dentro del catolicismo depende de él mismo, así como su celibato o su vida en pareja en otra religión o profesión, lo cierto es que la Iglesia tiene por delante una difícil decisión. Cualquier medida que adopte, perdón o sanción, generará un grupo de ofendidos y mucha desconfianza.
Lo paradójico y asombroso, en todo caso, es que este bullicio lo genere una persona que mucho hizo para devolverle a la Iglesia la confianza perdida tras tantos años de escándalos y abusos sexuales.
http://www.laprensagrafica.com/opinion/editorial/32872-celibato-e-infidelidad.html
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