martes, 3 de marzo de 2009

ARTICULO: La siginificación de la pedofilia (por Serge André)

Conferencia en Lausanne, 8 de junio de 1999
Traducción : Guillermo Rubio


COMENTARIO: Interesante y completísima charla de Serge André, psicoanalista de reputación internacional y famosos por tratar temas delicados como este y otras parafilias. Interesante porque hace el aporte el detalle de la visión de la parafilia dentro de su grupo profesional y compañeros de trabajo.

¿Qué me autoriza a hablar de pedofília? Sólo puedo autorizarme ante ustedes de mi práctica - la del psicoanálisis - y del saber clínico y teórico que me parece poder deducir de la misma con cierta certeza. El psicoanálisis es una práctica marginal en el campo social aunque su objeto pueda definirse como la esencia misma del lazo social. El psicoanálisis no es ni una forma de medicina (más concretamente, no lo es de la psiquiatría) ni una excrecencia de la psicología (no se puede clasificar entre las psicoterapias). Ni ciencia ni arte, aunque tenga la ambición decidida de establecer un saber sobre la faz más secreta del ser humano. Aunque la práctica cotidiana suponga una buena dosis de inspiración, el psicoanálisis es la única experiencia que permite acceder no al psiquismo, sino al inconsciente, es decir al deseo más fundamental que dirige la subjetividad de un ser.

Por razones que ignoro - y sobre las que siempre me pregunto - esta práctica me ha conducido a recibir regularmente demandas de sujetos que el lenguaje común calificaría de "pedófilos". ¿Por qué han venido a mí? ¿Por qué me han elegido? ¿Por qué por mi parte les he recibido sin la menor reserva, sin temor ni repugnancia, sin curiosidad obscena tampoco y, con frecuencia, durante largos años? No lo sé. Todo lo que sé es que lo que decían, las cuestiones que me planteaban y las dificultades a las que se confrontaban, me interesaban. En este recorrido, hacia finales de los años 80, en el momento en el que comencé a intentar dar cuenta de esta experiencia en mis seminarios de la Fundación Universitaria o en mis cursos de la Sección Clínica de Bruselas, me di cuenta, extrañado, de que en este punto me distinguía de mis colegas.

En efecto, mis colegas psicoanalistas no recibían pedófilos en análisis y no creo exagerar su opinión diciendo que para ellos recibir un pedófilo en análisis resulta algo casi inconcebible. Pretenden - también es lo que dicen en general de los sujetos perversos - que los pedófilos no se dirigen al psicoanalista. Luego sostienen que si alguna vez eso ocurriera, no podría tratarse más que de una "falsa demanda", de una tentativa de manipular al psicoanalista para obtener de él una especie de consentimiento o de aval, aunque sólo fuera tácito, de su particularidad sexual. En fin, con una especie de razonamiento que recuerda furiosamente el famoso silogismo del caldero evocado por Freud en la Traumdeutung, los psicoanalistas consideran en general que está contraindicado abrir al pedófilo el acceso a la experiencia analítica. Por mi parte, creo que ahí hay una denegación, una especie de sordera o de pánico irracional, una manifestación de lo que Lacan llamaba "la pasión de la ignorancia".

Evidentemente esta situación es tan lamentable para los pacientes en cuestión como para el psicoanálisis mismo. Me acuerdo, por ejemplo, de un análisis que, según la expresión utilizada en la jerga de los psicoanalistas, yo había retomado "en segundas" (era el segundo analista de este paciente). Se trataba de un hombre cuyo caso resultaba especialmente doloroso, pues estando aún en edad poco avanzada, podía legítimamente esperar construirse una vida nueva, o por lo menos soportable, fundándose en los resultados de un psicoanálisis. Había pasado ya diez años sobre el diván de un colega sin que ninguno de los síntomas que le habían llevado a hacer una demanda de análisis se hubiera modificado, sin que la menor luz hubiera podido esclarecer la estructura de su deseo inconsciente ni poner en juego los elementos del montaje de su fantasma. Si le creemos, su primer analista estuvo callado durante diez años. El impasse completo en el que se había atascado su primer análisis, se hacía evidente por el hecho de que tres sueños repetitivos que el analizante había llevado a su analista durante las primeras sesiones, se habían reproducido, textualmente idénticos, hasta el término de esta primera tentativa. Después de algunas sesiones, comencé a escuchar claramente, a través de las palabras de este hombre, como palabras o trozos de frases impresos en itálica en un texto, los elementos de una escena -en el sentido de una escena de teatro- en la cual un joven muchacho, de muslos fornidos, apretados en un calzón corto y demasiado estrecho que dejaba sobre la piel la marca-fetiche de una linea roja, era desvestido violentamente por un adulto todopoderoso que le reducía al silencio con una voz autoritaria. A partir del momento en el que hice oír estos elementos a mi analizante, las cosas se desbloquearon rápidamente. Los dos síntomas principales con los que alimentaba su queja aparente (la impotencia sexual completa con las mujeres y la imposibilidad de soportar una relación en la que hubiera una fuente cualquiera de autoridad masculina) podían, si no desanudarse, por lo menos explicarse. No voy a entrar en la continuación de este análisis ni en su conclusión, que merecerían ciertamente una exposición exhaustiva. Diez años después del final de este trabajo tuve la ocasión de hablar sobre la clínica de la pedofília con aquel colega, el primer analista de este paciente. Cuando le pregunté por qué nunca había subrayado la importancia del fantasma pedófilo de su ex-paciente, me respondió sorprendido: ¡nunca había pensado en eso! Y ademas, añadió rápidamente, si me hubiera dado cuenta en aquella época, ciertamente no habría llamado la atención del paciente sobre este punto sino que sin duda habría interrumpido el análisis, ya que -decía- "hay ciertas cosas que más vale no saber...".

Hay ciertas cosas que más vale no saber... Yo sólo puedo manifestar mi desacuerdo completo con esta opinión. Estoy convencido por el contrario de que, en todos los casos, más vale saber. No digo que sea bueno saber todo. ¡ Lejos de eso! Hay un saber que hace daño. Hay incluso - y eso ocurre -un saber del que uno sólo difícilmente puede restablecerse (pienso, por ejemplo, en el caso de una mujer joven que vino en análisis porque estaba literalmente destrozada por el fantasma de haber sido violada por su padre y que fue conducida a descubrir durante su análisis que su madre había tenido relaciones incestuosas con su propio padre - el abuelo materno de mi paciente -, entre los ocho y los veinte y tres años, es decir, hasta dos años después del nacimiento de su hija). Eso no es un motivo, yo pienso más bien que vale la pena saber. Es el principio del psicoanalista, como es el principio de Edipo, no del Edipo del complejo, sino del de la tragedia de Sófocles.

2. Algunas reflexiones sobre el contexto, a partir de la actualidad (Belga entre otras)

El caso judicial y mediático que ha apasionado a todos los belgas durante varios meses - y del que actualmente todos se han desinteresado, también masivamente - ha hecho de la palabra "pedófilo" el ábrete sésamo de una comunicación que nadie hubiera podido imaginar: comunicación entre las comunidades de nuestro Estado Federal (e incluso con sus inmigrantes) entre las clases sociales, los partidos políticos, las generaciones. No obstante, la repetición cotidiana de las palabras "pedófilo" y "pedofília" ha causado una gran confusión. Cada cual cree de buena fe saber lo que significan estas palabras y, de repente, se cree eximido de interrogarse sobre las diferencias, sin embargo enormes, que distinguen las personalidades y los actos que recubren dichas palabras. Resulta evidente sin embargo que no hay ni identidad ni equivalencia y ni siquiera analogía entre los hechos de los que se acusa a Marc Dutroux, los que se sospechan de tal educador o de tal profesor de escuela, o las insinuaciones lanzadas contra un ministro u otro cuya homosexualidad manifiesta nunca había inquietado o interesado a nadie hasta entonces. Si queremos abordar este caso seriamente, como en toda circunstancia, nuestra primera tarea debe consistir en rechazar las amalgamas fáciles y las generalizaciones apresuradas, que aumentan quizás las ventas de periódicos y la tasa de audiencia de las cadenas de televisión, pero que producen como primer efecto el mantenimiento de nuestra ignorancia. La información no siempre favorece al saber... Pienso firmemente, como condición previa a cualquier reflexión razonada sobre la actualidad de la pedofília, que se ha calificado erróneamente a Marc Dutroux de pedófilo. No hay que confundir el registro del crimen sexual con el de la atracción sexual. Los hechos que se le reprochan a Dutroux no tienen nada que ver con la significación de la pedofília, es decir con el amor electivo por los niños -entendiendo amor en su sentido más amplio, del registro platónico al acto sexual más crudo, y niño como un ser joven que aún no ha alcanzado la pubertad. Marc Dutroux es seguramente un criminal, aparentemente un psicópata, y quizás un perverso sádico, pero seguro que no es un pedófilo.

A titulo de comparación -y con las reservas que estas palabras implican- el caso de Marc Dutroux esta mucho más próximo del de un Gilles de Rais que de los pedófilos famosos y declarados como Lewis Carroll, André Guide, Henry de Montherlant, Roger Peyrefitte o Roland Barthes, entre otros. La comparación con el proceso de Gilles de Rais parece imponerse, pues este último no se contentaba con tener relaciones sexuales con los niños que raptaba, sino que además les mataba sistemáticamente después de torturarles, siguiendo así el ejemplo de algunos ilustres emperadores romanos como Tiberio y Caracalla. Sin embargo la comparación tiene sus límites.

Contrariamente a Gilles de Rais, Dutroux, y en eso es un sujeto ejemplar de nuestra sociedad occidental contemporánea, tenía una motivación mercantil. Hacía comercio con los niños. El niño era su materia prima, su fuente de plusvalía. Una materia que no cuesta demasiado cara, hay que señalarlo: ciento cincuenta mil francos belgas (aproximadamente seiscientas mil pesetas), que es el precio que se paga en Tailandia por disponer de una joven virgen -la joven virgen tailandesa constituye hoy en día el objeto-patrón de la comercialización mundial de la sexualidad.

Lo que hay que señalar en el caso Dutroux es que el niño, la carne del niño, sólo va a adquirir verdaderamente su valor (valor mercantil y valor sexual) en el uso que se va a hacer de él. Los niños que Dutroux secuestraba no estaban destinados simplemente a los placeres de algún cliente rico. Parece ser que estaban destinados a la fabricación de cassettes pornográficas sádicas, "snuff movies", es decir, películas que muestran niños violados y torturados hasta la muerte. Según las informaciones que se han hecho públicas, se sabe que cada uno de estos cassettes de "snuff movies" vale, cada ejemplar, hasta seis veces el precio pagado por el niño. Esta sobre valorización de la imagen de la atrocidad merecería una reflexión profunda - que podría extenderse hasta interrogar el destino del erotismo contemporáneo. El caso Dutroux nos recuerda así lo que Freud puso en evidencia, a saber que la pulsión sádica es uno de los componentes fundamentales que caracterizan al ser humano. Los animales pueden ser crueles, pero no son sádicos. "El crimen es el hecho de la especie humana" decía Georges Bataille. Es una frase que Freud habría podido escribir. Una de las expresiones más frecuentes de esta pulsión sádica es el maltrato, la tortura, y el asesinato de niños. Hay que resignarse a admitir, a pesar de la repulsión que provoca ese saber, que nuestra "humanidad" se reconoce también en el hecho de incluir ciertos seres cuyo goce consiste en cortar niños en trozos. El escándalo y la emoción popular producidos por la revelación del caso Dutroux -tanto como, por otra parte, la significativa capacidad de las masas que habían desfilado en las "marchas blancas" hace apenas dos años para ignorar ahora toda información sobre el caso- son en realidad, directamente proporcionales a la represión a la que todos sometemos nuestro propio sadismo. ¿Hemos olvidado acaso esos famosos cuentos que colorearon nuestra infancia y que transmitimos con placer a nuestros propios hijos? ¿Hemos olvidado que el personaje que simboliza la fiesta de los niños en la cultura cristiana, San Nicolás, esta ligado a una historia de niños enviados a la carnicería?. ¿Hemos olvidado que en 1919 - hace por lo tanto ochenta años -, Freud establecía que el fantasma "pegan a un niño" es uno de los fantasmas más extendidos, tanto en los neuróticos como en los perversos?. ¿No sabemos acaso que todo padre, todo educador, todo profesor experimenta, en un momento u otro, y a veces de una manera lancinante, las ganas feroces de castigar cruelmente a los niños que tiene a su cargo, y que a veces ocurre, incluso a los mejores, que no siempre pueden reprimirse?.

Respecto a nuestros "queridos niños", ¿no les hemos visto acaso a los dos o tres años de edad hacer pedazos sus muñecos dando muestras de un intenso regocijo?. Sí, tenemos que reconocerlo, sí, hemos olvidado todo eso. O más bien, lo hemos reprimido: no queremos saber nada. Y esto es por lo que, con la perspectiva de la que disponemos actualmente, podemos decir con certeza que las "marchas blancas", que han tenido lugar en Bélgica y el basto movimiento de indignación popular que ha sacudido hasta a los países vecinos, no han sido de ningún modo la manifestación de una "toma de consciencia" como se ha dicho, sino, por el contrario, los signos ruidosos y coléricos de un rechazo de saber más fuerte que las ganas de saber, de una protesta radical contra la amenaza de manifestación de una faz de la libido que todos hemos tenido que censurar enérgicamente en nosotros mismos. Han tenido que pasar cincuenta años para que el proceso Papon haya tenido lugar (si podemos considerar que lo que ha tenido lugar fue el proceso que teníamos derecho a esperar). Estén seguros de que habrá que esperar por lo menos tanto tiempo para que el caso Dutroux sea verdaderamente aclarado.

3. ¿Por qué tanto horror?

Merece la pena interrogar igualmente la aversión unánime que se declaró súbitamente respecto a la pedofília y a los pedófilos (ya no hablo del sadismo ni de los crímenes de Dutroux, sino del acoso a la pedofília que se desencadenó tras el caso Dutroux). ¿Por qué tanta sorpresa e indignación?. Se diría que se ha descubierto de repente la existencia de una forma de sexualidad ignorada desde siempre. Todo parece suceder como si no supiéramos, o más bien como sino hubiéramos querido saber. Sin embargo, no hace mucho tiempo, la pedofília e incluso el incesto, disfrutaban entre la gente de una acogida relativamente neutra y a veces, incluso, benévola. Para convencerse basta referirse a la prensa de los años 70 y 80. Permítanme recordarles la indulgencia divertida, y hasta admirativa, con la que críticos literarios y presentadores de televisión acogían las declaraciones de Gabriel Matzneff o de René Schérer, quien escribía, en el Libération del 9 de junio de 1978 "La aventura pedófila viene a revelar la insoportable confiscación de ser y de sentido que practican las obligaciones sociales y los poderes conjurados en relación a los niños" (citado por Guillebaud en La tyrannie du plaisir, p.23). El caso de Tony Duvert, escritor pedófilo declarado y militante, es todavía más interesante. En 1973, su novela Paysage de fantaisie, que pone en escena los juegos sexuales de un adulto con varios niños, fue alabado por la crítica como la expresión de una sana subversión. Por otra parte, este libro recibió el premio Médicis. Al año siguiente publica Le bon sexe illustré, verdadero manifiesto pedófilo que reclama el derecho de los niños a disfrutar de la liberación sexual que la pedofília podría aportarles, en contra de las obligaciones y de las privaciones que les impone la organización familiar. Al principio de cada capítulo del libro, se encuentra reproducida la fotografía de un joven muchacho de unos diez años en erección. En 1978, una nueva novela del mismo autor titulada Quand mourut Jonathan, traza la aventura amorosa de un artista de edad madura con un niño de ocho años. Este libro es celebrado en Le Monde del 14 de abril de 1976: "Tony Duvert va hacia lo más puro"... En 1979, L'île Atlantique le vale nuevos elogios ditirámbicos de Madeleine Chapsal.

¿Qué pasó entonces entre 1980 y 1995 para que la opinión pública sufriera un cambio tan espectacular? Me gustaría que alguien me aclarara este misterio. El fenómeno es especialmente significativo puesto que nuestras sociedades occidentales contemporáneas parecen desde entonces cimentadas en el ideal sacrosanto, pero puramente imaginario, del niño-rey y por la obsesión correlativa de la protección de la infancia. Lejos de mí la idea de discutir la necesidad de dicha protección y el progreso que constituye. Pero la mejor protección del niño ¿no es más bien el deseo y el apoyo que los adultos que le rodean le manifiestan a fin de verle crecer? Hace algunos meses me sorprendió - y estoy particularmente contento de contarles esta sorpresa aquí, en el hospital Nestlé que ha querido recibir mis palabras esta tarde - ver una publicidad de la firma Nestlé en la pantalla de mi televisión en la que el texto enunciaba orgullosamente: "En Nestlé el niño es presidente". ¿No estamos al borde de una especie de delirio colectivo?. ¿Quién no ve la hipocresía de este culto al niño inocente, virgen de cuerpo y alma, el niño maravilloso y puro cuyo universo se considera poblado únicamente de sueños y de juegos?. ¿Quién no observa, en el lenguaje y en la imaginería publicitaria y mediática de hoy en día, que la mercancía más preciosa del mundo es un niño hermoso?. ¿A quién no le choca constatar que el ejemplo de Ciudad ideal que se nos propone tiene dos versiones: Disneylandia y Las Vegas?. De un lado, el mundo del niño imaginado como un adulto en miniatura, del otro, el mundo del adulto imaginado como un niño eterno. Hemos entrado, sin darnos cuenta, en una verdadera idolatría del niño, en una "infantolatría", en la infantilización general del mundo. Los niños se visten como adultos mientras los adultos se atiborran de caramelos y de juguetes como niños -unos y otros se disputan los mandos de la consola del ordenador familiar. Lo ideal hoy en día es permanecer niño, ya no es convertirse en adulto. Y, cada vez más, es una cierta representación imaginaria del niño la que hace ley. Es el niño mítico cuya estatua se eleva al rango de ídolo en la medida misma en la que los adultos caen del pedestal, dimiten de su función y se infantilizan cada vez más. Curiosa, pero lógicamente, cuanto más se amplía esta celebración del niño imaginario, más se pone de manifiesto en el seno de la realidad económica y social, que el niño representa un coste. Además, cuanto más se le venera más se convierte en un bien escaso, más tiende a ser único. Si en todas las fases de la civilización que nos han precedido, y en las culturas que rodean nuestro territorio Occidental, se considera al niño como la primera riqueza, para nosotros constituye actualmente una carga y a cada cual le parece normal que el Estado corra con los gastos. En suma, el niño que adulamos y queremos proteger de todo, el niño que mantenemos en un estado artificial de infancia, es cada vez más irreal.

Es nuestro sueño narcisista y en última instancia sólo le queremos para nuestro propio placer. Para nosotros el niño ya no es una riqueza, sino que se ha convertido en un lujo - lo que es totalmente diferente.

4. La significación de la pedofilia

Para hablar seriamente de pedofília antes de plantear las cuestiones, ciertamente preocupantes, de su tratamiento y prevención, convendría intentar entender lo que significa esta palabra. Para ello hay que distinguir cuidadosamente dos niveles de discurso. Por una parte se puede abordar la pedofília desde un punto de vista exterior, objetivo, descriptivo. Es lo que hacen los juristas que deben establecer los hechos y calificarlos después, es decir traducirlos al lenguaje del derecho penal. Por ejemplo, se llamará "violación" a toda relación sexual entre un adulto y un niño que tenga menos de una cierta edad fijada por la ley. También es lo que hacen los psicólogos y los sexólogos, sobre todo los que pretenden hoy en día ser expertos en el tratamiento de los pedófilos. Los psicólogos describen los comportamientos fundándose en el modelo teórico, experimentado con el animal de laboratorio, del reflejo automático inducido por el estímulo. Por ejemplo, cierta imagen que representa a un niño pequeño desencadena un principio de erección en el paciente. El tratamiento consistirá entonces en asociar dicha imagen con una sensación de displacer. Así, se mostrará sistemáticamente dicha imagen al paciente enviándole una descarga eléctrica dolorosa en el pene. En estos dos enfoques, el que se funda sobre los hechos y el que se funda sobre los comportamientos, se evacúa una dimensión esencial -la más esencial-: la del sujeto que hace el acto calificado de "pedófilo", la de la dimensión subjetiva (y no objetiva) de este acto. Es esta dimensión subjetiva lo que hay que intentar aprehender examinando la cuestión de la pedofília desde un punto de vista interior, desde el punto de vista del funcionamiento de una economía inconsciente y singular.

En efecto, la cuestión no es solamente saber cuál es el acto que ha sido cometido, sino saber quién lo ha cometido. Los actos o los comportamientos pedófilos pueden producirse en los contextos más variados y en el marco de todas las estructuras clínicas que el psicoanálisis permite distinguir: las neurosis, las psicosis y las perversiones. Ahora bien, la estructura psíquica en la cual un sujeto encuentra su posición de ser, implica una relación diferente en cada caso con el deseo, el fantasma, el goce, la ley, la culpabilidad y el otro en general. Puede ocurrir que un neurótico obsesivo pase compulsivamente al acto con un niño cuando éste se ha convertido para él en la cristalización de una obsesión. En este caso, aún cuando la descripción del acto coincida exactamente con la de ese mismo acto cometido por un perverso o un esquizofrénico, su significación será fundamentalmente diferente y en consecuencia, su sanción judicial y su tratamiento deberían igualmente ser distintos. En lugar de calificar automáticamente al sujeto obsesivo en cuestión de "pedófilo" se debería tomarse el trabajo de analizar el alcance subjetivo de su acto. Llegado el caso se podría constatar, por ejemplo, que su acto no esta motivado por una atracción sexual electiva hacia los niños, sino más bien por la compulsión al sacrilegio típico de esta neurosis. Se sabe - remito aquí a dos obras mayores de Freud que son Tótem y Tabú y El hombre de las ratas - que la economía psíquica del obsesivo se organiza en torno a la relación al tabú, a lo intocable, a lo sagrado y a la confesión de la falta. De hecho, si queremos ceñirnos al uso riguroso de las palabras y evitar las amalgamas que acarrean la confusión y el oscurantismo, deberíamos reservar el termino de "pedofília" a los casos de perversión pedófila. Para explicarme sobre este punto, voy a intentar tratar de manera sistemática lo que mi experiencia del psicoanálisis me ha permitido cernir de la estructura perversa en general, y después, de las características de esta perversión particular que es la pedofília en sentido estricto.

5. La estructura de la perversión.

Distinta de la neurosis y de la psicosis, la perversión es una de las tres estructuras psíquicas inconscientes en las cuales el ser humano puede establecerse como sujeto del discurso y como agente de su acto. En este sentido, la perversión es perfectamente "normal", incluso si molesta al mundo, o a todo el mundo. La existencia de las perversiones plantea, con una evidente provocación, una cuestión que apunta a la esencia misma de la sociedad humana. En efecto, sólo los neuróticos forman sociedad: el síntoma neurótico no es sólo un sufrimiento singular, sino también la matriz del lazo que reúne a los hombres alrededor de unas reglas comunes. Por eso en Moisés y el monoteísmo, Freud no vacila en tratar la religión (y especialmente la religión cristiana) como el síntoma por excelencia. Los perversos abordan el lazo social por otra vía: micro-sociedades de amos, amistosas, redes fundadas sobre una especie de pactos o de contratos que hoy en día no han sido todavía verdaderamente estudiados, pero en las que se puede subrayar que lo que aparece en la base del lazo es el fantasma y no el síntoma, y que la exigencia de singularidad prevalece siempre sobre la de comunidad y se opone a cualquier idea de universalidad. La clínica psicoanalítica permite, me parece, diferenciar cuatro ejes principales de la organización de la perversión, para todas sus variantes.

1. La lógica de la desmentida
En la perversión, el mecanismo fundador del inconsciente es distinto que en la neurosis. En la primera, la denegación (Verneinung) determina y mantiene la represión (Verdrängung). Cuando un neurótico declara, por ejemplo, "mi mujer no es mi madre", quiere decir en realidad que su mujer es su madre. Pero sólo puede reconocerlo, o confesarlo, afectando este enunciado con una negación (no...). Para el perverso el mecanismo es más complejo y más sutil. Lo que Freud llamó la Verleugnung -que hemos elegido traducir con Lacan como "desmentida", la traducción más literal - consiste en plantear simultáneamente dos afirmaciones contradictorias: a)- sí, la madre está castrada, -b) no, la madre no está castrada.

El neurótico experimenta una gran dificultad para comprender el proceso. Pues para el neurótico, la lógica inconsciente se funda sobre el principio de identidad, que es la base de la lógica clásica: A = A. Para el perverso, la desmentida significa que A = A y también, al mismo tiempo, que A es diferente de A. Esta coexistencia -que sólo es contradictoria para el neurótico - hace del perverso un argumentador temible (por lo menos cuando es inteligente) y un retórico particularmente apto para manejar y manipular el valor de verdad del discurso para tener siempre razón.

Básicamente, la desmentida se refiere a la castración de la madre. Esto no hay que entenderlo solamente como el hecho de que la madre no tenga pene, o, más finamente, que le falte el falo. La castración de la madre significa que ella no posee el objeto de su deseo, que éste sólo puede inscribirse como falta y que esta falta es estructural. En otros términos, en la desmentida que el perverso opone a la castración hay una cara que reconoce la falta estructural del objeto del deseo, pero también y al mismo tiempo, otra cara que afirma la existencia positiva de este objeto. Ahora bien, si el objeto del deseo existe concretamente, si se puede asir y designar a través del sentido, se deduce que el sujeto sólo puede querer poseerlo y consumirlo absolutamente - y repetir indefinidamente este movimiento.

2. El Edipo
perverso El Edipo perverso se distingue por el lugar especialmente particular que se atribuye al padre en cada uno de los niveles en el que es llamado a cumplir su función. En tanto que instancia simbólica, depositario de la ley, de la prohibición y de la autoridad, el padre es perfectamente reconocido -el perverso no es psicótico. Igualmente, los atributos del padre imaginario, héroe o cobarde, padre ogro o padre ciego, son localizables y localizados por el sujeto. Es a nivel del padre real que la perversión llama la atención. En la situación edípica que caracteriza a la perversión, el hombre que es llamado en la realidad a asumir el papel de padre es sistemáticamente dejado de lado - en exilio, diría Montherlant - por el discurso materno que envuelve al sujeto. Convertido así en un personaje irrisorio, en una pura ficción, el padre se ve reducido a ser únicamente una especie de actor de comedia a quien se le pide actuar de padre, pero sin que este papel implique la menor consecuencia: es un padre "para la escena". El resultado para su hijo es que aunque la ley, la autoridad y la prohibición estén presentes y sean reconocidas teóricamente, quedan reducidas a puras convenciones de fachada. De un modo general, el mundo en el que el perverso es introducido por su configuración familiar es una comedia, una farsa en la que el lado grotesco es frecuentemente manifiesto. Esta introducción toma para él un valor de iniciación. Pues, si la comedia humana es para el neurótico una verdad en la que sólo puede estar como un participante entre otros sin saberlo (situación a la que por otra parte le resulta difícil resignarse), para el perverso esta comedia es revelada de entrada, desenmascarada en su facticidad, donde él ocupa su lugar con plena consciencia.

Presente a la vez en la escena y entre bastidores, el perverso no se equivoca sobre el juego que se juega. Ciertamente obtiene un saber, pero es un saber que podría calificarse de tóxico. Obtiene su fuerza tanto como su desgracia. Conoce o cree conocer el reverso del decorado y las reglas secretas que desmienten las convenciones de la comedia. Otra consecuencia: el universo subjetivo del perverso se encuentra desdoblado en dos lugares y dos discursos cuya contradicción no impide su coexistencia. De un lado, la escena pública, del otro, la escena privada. La escena pública, lugar del semblante explícito, el mundo en el que las leyes, los usos y las convenciones sociales son respetados y celebrados con un celo caricatural ("habría que estar loco para no fiarse de las apariencias" decía Oscar Wilde). La escena privada, por el contrario, lugar de la verdad escondida, del secreto compartido con la madre, desmiente la precedente. Entre la madre y el niño, después entre el perverso y su partenaire, se realiza el ritual (siempre teatral) que demuestra que el sujeto tiene sus razones para eximirse de las leyes comunes porque se atribuye conocimientos privilegiados sobre los que funda su singularidad.

3.El uso del fantasma
A nivel de contenido, se puede decir que todo fantasma es esencialmente perverso. El escenario imaginario en el que el neurótico conjuga su deseo y su goce no es nada más, después de todo, que el modo en el que se imagina perverso en secreto. No es por lo tanto el contenido del fantasma el que permite diferenciar al perverso del neurótico sino, como voy a mostrar, su uso. Tesoro secreto, estrictamente privado en el neurótico (de tal modo que hacen falta años de análisis para que consienta en comenzar a hablar de ello), el fantasma para el perverso es por el contrario una construcción que sólo toma sentido cuando se hace público. Para el neurótico el fantasma es una actividad solitaria: es la parte de su vida que sustrae al lazo social. Inversamente, el perverso se sirve del fantasma (sin ni siquiera darse cuenta por otra parte de que se trata de un montaje imaginario) para crear un lazo social en el que su singularidad pueda realizarse. Para el perverso, el fantasma sólo tiene sentido y función si es puesto en acto o enunciado de tal modo que consiga incluir a un otro, con o sin su consentimiento, en su escenario. Es lo que aparece, considerado del exterior, como una tentativa de seducción, de manipulación o de corrupción del partenaire. Por ejemplo, el sádico exigirá de su víctima que ella misma le pida, acusándose de una u otra falta, el castigo que va a infligirle - castigo que aparecerá entonces como "merecido". ¿Por qué esta necesidad de obtener la complicidad forzada del otro?. Porque en la perversión el fantasma tiene una función demostrativa. El perverso solo puede, en efecto, asegurarse de su subjetividad a condición de hacerse aparecer como sujeto positivado en el otro (maniobra en la que no es más que el agente). ¿Pero de qué sujeto se trata en este caso?. De un sujeto para el que es esencial, vital, afirmar que hay continuidad entre deseo y goce. Pues para el perverso un deseo que no se termina en goce no es más que una mentira, una estafa o una cobardía. Esta mentira y esta cobardía es lo que denuncia incansablemente como constitutivos de la realidad del neurótico y del orden social: si éste prohíbe el goce (en todo caso, a partir de cierto punto) es porque el neurótico no se atreve a gozar verdaderamente. El goce constituye el valor supremo del universo perverso, mientras que en la neurosis, es el deseo. Por eso es por lo que el neurótico se sostiene perfectamente en un deseo insatisfecho (en la histeria), en un deseo imposible (en la neurosis obsesiva) o en un deseo prevenido (en la fobia). El neurótico encuentra su apoyo en un deseo cuyo objeto siempre falta -cada vez que cree haberlo alcanzado, se desilusiona rápidamente: no, no era "eso". Por esta razón, en la neurosis, el goce va siempre acompañado de culpabilidad. Lo que el perverso quiere demostrar, de lo que se esfuerza en convencer al otro (a la fuerza si hace falta) no es solamente de la existencia del goce, sino de su predominancia sobre el deseo. Para él, el deseo no puede ser otra cosa que deseo de gozar, y no deseo de deseo o deseo de desear, como para el neurótico.

4. La relación a la ley y al goce
La necesidad de dicha demostración se hace tan acuciante que uno se puede preguntar si la perversión conoce la dialéctica del deseo o si no la escamotea pura y simplemente. En todo caso, su comprensión reclama una teoría del deseo y del goce distinta de la teoría a la que nos referimos en el marco de la clínica de las neurosis. Para entrar en esta teoría, hay que cernir la relación subjetiva que el perverso mantiene con la Ley. La opinión común tiende a confundir perversión y transgresión. Sin embargo seria completamente simplista y erróneo asimilar al perverso a un fuera-de-la-ley, incluso si la interrogación cínica, el desafío y la provocación de las instancias que representan la ley constituyen datos constantes de la vida de los perversos. Si el perverso desafía la ley, y más frecuentemente aún la juzga, no es porque se considere anarquista. Por el contrario. Cuando critica o cuando infringe la ley positiva y las buenas costumbres, es en nombre de otra ley, ley suprema y bastante más tiránica que la de la sociedad. Pues esta otra ley no admite ninguna facultad de transgresión, ningún compromiso, ningún desfallecimiento, ninguna debilidad humana, ningún perdón. Esta ley superior que se inscribe en el corazón de la estructura perversa no es, por esencia, una ley humana. Es una ley natural cuya existencia el perverso es capaz de sostener y de argumentar a veces con una fuerza de persuasión y una virtuosidad dialéctica notables. Su texto no-escrito no promulga más que un solo precepto: la obligación de gozar. En suma, cuando el perverso "transgrede", como dice el lenguaje común, en realidad solo obedece. No es un revolucionario, sino un servidor modelo, un funcionario celoso. Según su lógica, no es él quien desea, no es ni siquiera el otro: es la Ley (del goce). Más aún: esta ley no desea, exige. Empujen al sujeto perverso hasta sus últimos reductos y, si es sincero y acepta confiarse, escucharán su discurso transformarse en una verdadera lección moral. No hay nada más sensible para el perverso que el concepto de "virtud". Sade, Genet, Jouhandeau, Montherlant, Mishima - y otros- nos lo prueban, cada cual a su manera: la perversión conduce a una apología paradójica de la virtud. Extraña virtud, sin duda. Aquí de nuevo la oposición entre el mundo del neurótico y el del perverso es diametral. Mientras que para el primero la ley es por definición una prohibición dirigida al goce, y la virtud el respeto de los tabúes que resultan de la misma, para el perverso, la ley gobierna el goce y de una manera absoluta (lo que está prohibido, en cierto modo, es no gozar). Así, la virtud consiste en este caso en mostrarse a la altura de las exigencias de dicho imperativo absoluto -hasta el mal supremo. La redención por el mal o la santidad en la abyección constituyen temas recurrentes de los discursos perversos.

6. La perversión pedófila

En tanto que psicoanalista, no considero injustas las leyes que sancionan la pedofília. Tampoco las entiendo como la expresión de una justicia absoluta y universal. Estas leyes son sólo una de las construcciones posibles, gracias a las cuales nuestra sociedad trata de mantenerse como síntoma entre otras. Se sabe que en otras sociedades, tan civilizadas como la nuestra, por ejemplo en las sociedades helénicas preclásicas, la pedofília estaba organizada a nivel social como un ritual de iniciación de los jóvenes. En la sociedad ateniense de la era clásica, la pedofília no sólo estaba tolerada, sino considerada como el modelo ideal de la relación amorosa y pedagógica (cf.. el "Primer Alcibíades" y el "Banquete" de Platón). En la sociedad romana, la regla era que el amo tuviera como amantes a algunos jóvenes muchachos no púberes a condición de que no fueran ciudadanos romanos. En la Edad Media, los monasterios eran lugares privilegiados de relaciones pedófilas entre monjes y jóvenes novicios. En bastantes de las culturas que nos rodean hoy en día el uso sexual de los niños, o su prostitución organizada, es considerada como algo normal de lo que nadie se preocupa. Esa especie de caza al pedófilo que se ha convertido, desde hace poco, en la consigna de nuestros países debe ser considerada por lo tanto como un fenómeno curioso más que como un progreso de la civilización. En tanto que psicoanalista pienso que antes de empeñarse en la lucha contra la pedofília, convendría esclarecer de entrada por qué y contra qué lucha el pedófilo. Hay que escuchar eso antes de condenarlo.

La pedofília se define como el amor por los niños - precisemos: una cierta forma de amor que apunta a cierto tipo de niños. No hay que confundir por lo tanto, repito, al perverso pedófilo con el perverso sádico. La ley positiva en vigor impone, por razones de técnica de procedimiento y de lingüística penal, calificar automáticamente de "violación" las relaciones sexuales de un adulto con un niño de menos de una cierta edad, pero no por ello debemos tomar realmente a los pedófilos por violadores sistemáticos. En principio (por supuesto hay excepciones), la violación no interesa al pedófilo. Por el contrario, su discurso se funda sobre la tesis de que el niño consiente las relaciones que el pedófilo mantiene con él, y más aún, que el niño mismo las pida. Lo que dice el pedófilo -yo caricaturizo apenas, lo he oído regularmente en mi práctica - es casi que el niño le ha violado a él. Es un punto muy importante, hay que tomar estas palabras muy en serio (lo que no quiere decir que haya que creerlas). En efecto, para el perverso pedófilo es capital demostrar que el niño está sumergido en una especie de sexualidad natural bienaventurada opuesta a la sexualidad restringida, reprimida y deformada de los adultos, y que la expresión espontánea de esta sexualidad natural es el deseo de gozar. Esta idea de un erotismo espontáneo del niño se opone a cualquier tendencia a la violación. Para el violador por el contrario, y es por eso que su conducta tiene que ver con el sadismo, el no-consentimiento del otro es una condición necesaria. El violador busca en efecto probar que se puede hacer gozar al otro por la fuerza, que el goce no necesita el deseo o el consentimiento subjetivo porque es una Ley que se impone absolutamente. Por otra parte, otro punto capital de la argumentación de la que el pedófilo intenta convencernos, es que la violencia en relación al niño se sitúa esencialmente en la estructura familiar por el hecho de ser fundamentalmente represiva en relación a la sexualidad. El perverso pedófilo sostiene que los padres -y, en primer lugar, el padre- abusan de sus hijos y les violentan robándole su sexualidad, impidiéndoles hacer el amor y obligándoles a no ser más que voyeurs del erotismo parental (cf. Le bon sexe illustré de Tony Duvert). Hay que denunciar igualmente otra idea comúnmente extendida: la pedofília, contrariamente a lo que se dice, no es para nada lo mismo que el incesto. Por supuesto hay casos de perversos pedófilos que seducen también a sus propios hijos, pero estos casos son más bien excepcionales. El padre incestuoso, el que tiene relaciones sexuales con su hija o con su hijo, no es en regla general alguien que se excite con el niño como tal. Lo que le interesa, lo que le crea problema, lo que le pone fuera de sí, es su propio hijo, su descendencia. De hecho, el padre incestuoso es un sujeto que no soporta la paternidad (esta aversión, lo mostraré más adelante, se opone radicalmente a la posición que defiende el pedófilo). No solamente no la soporta sino que experimenta la necesidad irresistible de mofarse de ella, de anularla de alguna manera revelando su indignidad. Repito, es raro que un pedófilo abuse de sus propios hijos. Por el contrario, los pedófilos que tienen niños son generalmente padres modelo o se esfuerzan en serlo. En efecto, contrariamente a los padres incestuosos -que destruyen la paternidad-, los pedófilos tienen una idea muy elevada de la paternidad. No es exagerado decir que la perversión pedófila contiene una teoría compleja y sutil de la paternidad, y más precisamente de la restauración de la función paterna. Esta tesis puede parecer chocante y paradójica, sin embargo la convicción de ser el heraldo de una verdadera reforma moral (cf.. "Les garçons" de Montherlant) es la que empuja al pedófilo a entrar en conflicto con la familia, con la sociedad y con las instituciones. Para él, los padres legales, limitados en su papel de censores son por esencia incapaces de amar. El "verdadero" amor paterno tiene que provenir por lo tanto de un lugar diferente del de aquellos que están ligados al niño por lazos de sangre. Como declara el Abad héroe de la pieza de Montherlant, La ciudad en la que el príncipe es un niño, "Dios ha creado hombres más sensibles que los padres, en relación a los niños que no son los suyos, y que son mal amados". Pero ¿qué es un verdadero amor paterno tal como el pedófilo lo concibe? Es un amor pasional y sensual que se sitúa en rivalidad profunda con el amor materno - como si la madre robara al padre la parte erótica del amor que éste experimenta por el niño. Restaurar la pasión de ser padre y hacer de ésta el modelo de la pasión amorosa, eso es lo que está radicalmente en juego en la pedofília. Es la razón por la que el pedófilo esta íntimamente persuadido de hacer el bien a los niños con los que tiene relaciones amorosas o sexuales. También es por lo que está convencido de ser mejor educador - mejor porque más verdadero - que el padre legal. Replica las leyes y las costumbres familiares que castran a los padres antes de castrar a los hijos, pues sólo puede estar a la altura de su función el padre cuyo amor no retrocede ante la pasión. Una pasión que no rechaza ni reprime lo que implica de sensualidad y de erotismo. Una pasión que exige la reciprocidad porque cree saber que el niño mismo reclama esta sensualidad paterna.

En suma, el perverso pedófilo nos plantea el desafío de concebir la función paterna como algo fundado sobre la idealización de la pulsión más que sobre la idealización del deseo. En esta pasión, la iniciación al goce tiene la más grande importancia.

En efecto, como en toda perversión, el goce se identifica aquí a la Ley. Se trata entonces de introducir al niño a la verdad de la Ley y de hacerle descubrir la mentira fundadora de la familia y de la normalidad social. Tony Duvert, que ya he citado, denuncia esta mentira como la alianza de una maternidad incestuosa y de una paternidad pederasta cuyo sexo se pretende ausente (cf.. Tony Duvert, Le bon sexe illustré, pp. 66-67).

Algunas palabras en fin sobre el niño que es tomado como objeto elegido de la perversión pedófila. A veces se ha evocado la idea de que el niño jugaría para el pedófilo el papel de un fetiche. Es una idea que me parece interesante aunque no me parece exacta. Hay que señalar - es un criterio decisivo para distinguir al pedófilo del homosexual pederasta - que el pedófilo elige al niño pre-púber. Es una noción muy difícil de manejar, sobre todo para el legislador o para el juez, obligados a apoyarse sobre criterios "objetivos", como por ejemplo la idea absurda de una edad en la que se fijaría lo que se llama la "mayoría sexual". La pre-pubertad no se refiere ni a una edad ni a una definición biológica o médica de la pubertad. Es una noción vaga, vaga puesto que su objeto es confuso. En efecto, a lo que apunta la perversión pedófila es al niño cuyo cuerpo o cuyo espíritu no han elegido aún verdaderamente su sexo. Es el ángel o el angelote como se prefiera. Es el niño aparentemente asexuado o sexuado de una manera indefinida, es el ser que encarna en cierto modo la desmentida opuesto al reconocimiento de la diferencia de sexos, y en quien el pedófilo discierne, por esta misma razón, la dicha de una sexualidad completa, más amplia que la de los adultos. Esta imprecisión de la sexuación del niño no tiene solamente la función de sostener la defensa contra la homosexualidad, tan inherente a la pedofília como a otras formas de perversión. Los pedófilos y los homosexuales se horripilan mutuamente, es un dato bien conocido de la clínica. Pero, más allá de esta función de defensa, la exigencia de que el niño sea elegido antes de la manifestación de la pubertad significa que el pedófilo busca en el niño que le atrae la encarnación de la desmentida de la castración y de la diferencia de sexos. El niño elegido por el pedófilo es el tercer sexo. O más exactamente es el sexo que une, confundiéndolos, los polos opuestos de la diferencia sexual. Esto es por lo que la atracción que experimenta el pedófilo puede cristalizarse tanto sobre un rasgo de feminidad exquisita que aparece en un joven muchacho como sobre la travesura de una chiquilla. En todo caso, el psicoanálisis del pedófilo permite poner en claro que, lo que el pedófilo busca encontrar y hacer aparecer en la figura infantil elegida por su pasión es él mismo. No se trata solamente de una búsqueda narcisista, ni de un proceso de identificación imaginaria. Esta búsqueda frenética no se sitúa solamente a nivel del yo y de sus imágenes especulares. Es el sujeto en tanto que tal el que es llamado a revelarse. El sujeto, es decir lo que sólo es un vacío en la cadena significante del discurso. El pedófilo llena este vacío provocando la aparición de un niño que representa la encarnación de un sujeto natural más que de un hijo del lenguaje, de un sujeto que sería virgen de la marca significante, de un sujeto anterior a la castración simbólica. Ese es su extravío fundamental. Ahí es donde se manifiesta hasta que punto él mismo se ha quedado convertido en un eterno niño imaginario, atado a ser lo que podría llenar la falta del deseo de su madre para que la beance del mismo no aparezca nunca.

Para concluir estas reflexiones, tomaré dos frases de Philippe Forest de un articulo publicado en el numero 59 de la revista L'Infini dedicada a "La cuestión pedófila". Ph. Forest escribía "... la infancia no existe, es el sueño del pedófilo. El pedófilo -yo lo imagino así - es precisamente el que cree en la infancia (...). El la ve como el paraíso del que ha sido injustamente expulsado, el lugar hacia el que tiene que volver, y en el que tiene que penetrar a cualquier precio". Efectivamente, mi práctica del psicoanálisis con sujetos pedófilos me permite confirmar que, para ellos, la infancia no es un momento, una etapa transitoria de la vida, un tiempo destinado esencialmente a terminarse, sino una especie de estado del ser que hay que restituir en una temporalidad indefinida. En la lógica pedófila, el niño constituye la desmentida opuesta a la división del sujeto: el "sujeto-niño" encarna el mito de una completud natural en la cual el deseo y goce no están separados. Por eso cada pedófilo está constantemente confrontado al drama de ver al niño amado transformarse y abandonar este estado del cual se hace, él, depositario. También es por eso por lo que, a pesar de su atractivo y frecuentemente de su talento excepcional para la pedagogía, pienso con François Regnault, que se puede definir al pedófilo como "el reverso del pedagogo" (cf. L'Infini n° 59, p. 125). Puesto que el verdadero pedagogo - ¿todavía los hay hoy en día? - es el que funda su práctica sobre la suposición de que el deseo más fundamental del niño es el deseo de hacerse mayor.

Como escribe Hegel en sus Principios de filosofía del derecho (§ 175), "la necesidad de ser educado existe en los niños tanto como el sentimiento, que les es propio, de no estar satisfechos de lo que son. Es la tendencia a pertenecer al mundo de los mayores que adivinan superior, el deseo de hacerse mayor. La pedagogía del juego trata al elemento pueril como algo que tendría un valor en si mismo, lo presenta a los niños como tal, y menosprecia para ellos lo que es serio, y se deprecia ella misma en una forma pueril poco valorada por lo niños. Representándolos como acabados en el estado de inacabamiento en el que se sienten, esforzándose así en contentarles, turba y altera su verdadera necesidad espontánea que es mucho mejor" (citado por F. Regnault in op.cit.).

Instruidos por estas últimas frases, nos toca interrogarnos sobre el sentido, que evocaba más arriba, de la evolución contemporánea de nuestra sociedad. Este movimiento, que he designado como "infantolatría" de la época, ¿no corre el riesgo de llevarnos hacia una forma de pedofília generalizada y triunfante? Esta hipótesis podría en todo caso explicar las manifestaciones de horror y de pánico que el pedófilo despierta hoy en día en nuestra sociedad. ¿Este horror no sería finalmente el horror ante la revelación de la significación de nuestra propia idealización de la infancia?

http://www.vivilibros.com/excesos/03-a-06.htm

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