COMENTARIO: Nuevamente desde la página de No se lo digas a nadie... llega otra carta de una mujer que fue abusada por su padre de pequeña... su propio padre... que triste puede llegar a ser la vida de un niño con relatos como éste.
Llevo tiempo buscando la mejor manera de expresarme, intentando dar con la fórmula que me permita contar —y contarme— mi historia. Y debería ser así, porque, a decir verdad, nunca lo hice; sólo fui capaz de plasmar pequeños fragmentos en clave en aquel diario que guardaba celosamente en mi adolescencia; retazos de un pasado donde relataba cómo me habían cagado la vida, cómo aprendí desde tan pequeña a sentir aquel odio tan inmenso…
Vueltas y más vueltas, viendo mi historia como un ovillo al que no acierto a encontrarle un principio. Pero lo encontraré; sé que hoy es el día indicado para sentarme a escribirla, porque estoy abierta hacia adentro, porque me estoy mirando, porque estoy sensible a mí, porque llueve… y porque tengo ganas de que me abracen.
Hasta acá, siempre me he sabido abusada sexualmente, y en este nuevo proceso que he iniciado me estoy ocupando de las secuelas, de las consecuencias, aunque todavía me cuesta mucho empezar por donde debo; allá donde más duele. ¡Me cuesta tanto recordarme y reconocerme en esas situaciones! No me gusta hablar de ello; nunca he podido sacar fuera esos recuerdos que, como dagas encendidas, corren y queman las venas, las entrañas…
Algunas imágenes son muy fugaces, pero al mismo tiempo van acompañadas de sensaciones muy fieles e intensas, sensaciones que quedaron impregnadas en la piel y que me remiten a una muy corta edad, quizá a los tres o cuatro años, y que no me abandonan hasta los quince…, quizá dieciséis.
Mi tío, el marido de la hermana de mi madre, siempre cerca, siempre dispuesto para el cuidado de su sobrina. Siempre con una buena excusa, buscando la ocasión para estar solos.
Algunas de las imágenes más nítidas pertenecen a la época en la que me subía a su chata. Lo recuerdo mirándome con esos ojos grandes y negros…; esa boca grandota y sedienta; sus manos pesadas y ásperas; su respiración incitante, con aquel olor que aún hoy suelo reconocer. Me llevaba con él a comprar las cosas para el asado familiar; me invitaba a aprender a manejar, subiéndome sobre sus piernas, apretujada contra el volante y su abdomen. Mientras con carita de distraída yo me hacía la que disfrutaba de aprender a manejar, él me recorría con esas manazas tan grandes, tan pesadas, tan ásperas, tan feas… Me fregaba y respiraba profunda y asquerosamente en mi oído. ¡Metía sus grandes dedos en aquel lugar que era tan mío! Y me respiraba al oído… Lo siento hoy, aún lo siento; el ritmo de la respiración agitada y entrecortada, como un gruñido entre dientes… Yo no lloraba. Por aquel entonces, de niñita, no lloraba. Tampoco escapaba, ni gritaba, ni me asustaba…
Guardo imágenes de algunas tardes de mucho calor, de cómo mi mamá nos preparaba a mi hermana y a mí para que el tío nos llevara a la pileta. Por alguna extraña razón, mi hermana siempre se lo hacía venir bien para que me tocara entrar primero a la cabina de la chata y sentarme al lado del tío. Recuerdo a mi hermana sentada en la otra punta de la butaca, con la nariz pegada a la ventanilla y mirando hacia afuera. Y yo al lado de él, para que hiciera lo de siempre. Después, en el agua, cuando me tiraba del trampolín y caía, y él me agarraba, me sostenía, me tocaba…, y también me penetraba.
A veces, sólo a veces, no quería tirarme del trampolín…
También recuerdo escenas en el patio de mi casa, a plena luz del día. Veo gente deambulando por la casa, aunque no logro descifrar qué hacían, dónde estaban con exactitud cuando él me tocaba y hacía que lo tocara; dónde estaban cuando me sentaba entre sus piernas y me ponía de rodillas, obligándome a hacerle tantas cosas que aún hoy me resultan innombrables.
Asco. Recuerdo haber sentido mucho asco. Tener que sentir y soportar todo eso en mi boca, mientras sus manotas, sosteniéndome de la nuca, me empujaban hacia delante y hacia atrás. Y yo no sabía dónde estaba la gente.
Otras veces, algún tiempo después, yo hacía mi tarea en la mesa del comedor y él llegaba de visita de rutina, como casi todas las mañanas. Se sentaba bien pegadito a mi silla. Mi mamá estaba de espaldas a la mesa, preparando el almuerzo, cortando, picando, trozando, lavando, mientras yo trataba de concentrarme en mis sumas, en mis oraciones, pero ese olor a… ¿sexo? No sé, sólo sabía que ese era su olor cuando tenía pretensiones conmigo. Ese olor empezaba a distraerme y me paralizaba; me quedaba quietita, como una estatua, procurando sólo toser o mover un poco más ruidosamente los lápices para que mi mamá no escuchara el ruido de su masturbación, ni el de su respiración. A veces, mi mamá se daba la vuelta y él continuaba con sus manos abajo, apoyado con los hombros en el filo de la mesa, su boca semiabierta y la lengua asomada, con cara de lobo sediento y hambriento, mientras yo hacía grandes esfuerzos para concentrarme en mi tarea, mientras mi corazón latía desbocado ante el temor de que mi mami lo advirtiera, ¡PERO NO!, ¡nunca advirtió nada!, hasta el punto que se sacaba el delantal y le pedía la gauchadita de cuidarme y ayudarme a terminar la tarea, mientras iba al centro de compras y volvía. Y se iba… ¡Siempre se fue! Entonces, mi pulso se aceleraba aun más, y aunque me aliviaba porque mi mamá no nos hubiera descubierto, temía por lo que vendría después. Sabía que tenía que dejar que las cosas pasaran, que era sólo un ratito. Cerraba los ojos y pasaba.
Me sentaba en la punta de la mesa y me penetraba. Yo no veía la hora para que terminara e irme corriendo al baño a lavarme. A veces dolía tanto que hasta llegaba a sangrar. A veces el olor era tan fuerte y nauseabundo que tenía que cambiarme la bombacha. Cuando al fin me dejaba, corría asustada a encerrarme en el baño. Me impregnaba con jabón para que nadie sintiera aquel olor cuando saliera de allí, siempre tratando de ocultar cualquier evidencia que pudiera develar aquel secreto… ¡¿por qué?!
Mis recuerdos más nítidos los ubico en aquellas mañanas en las que yo dormía… Escuchaba su chata llegar, escuchaba cómo entraba en casa. Entonces, yo me tapaba, aunque me muriera de calor. Me retorcía como un nudo, tratando de tapar cualquier hueco que quedara para entrar bajo el cubrecama… Sabía que vendría. Y así era. Antes que cualquier otra cosa, y como de costumbre, preguntaba por la chinita. Y mi mamá lo mandaba a despertar a la remolona. Oía cómo sus pasos se acercaban y en unos segundos se desbarataban todos mis esfuerzos con el cubrecama. Siempre encontraba el modo. Empezaba a deslizar su mano por mis piernas, mi pecho… Yo me hacía la dormida… ¡¿por qué?! ¿Por qué no me levantaba antes?, ¿por qué no gritaba?, ¿por qué no le miré a los ojos y lo corrí de mi cama?, ¿por qué no hice eso recién a los doce, a los catorce, a los quince?, ¿por qué no pude hacerlo antes?
Y acá lo más terrible que he debido afrontar: ¿disfrutaba? Era placer corporal, sensaciones desconocidas. La vida se me está yendo tratando de entender, de reconocerme como una criatura erógena, incapaz de distinguir lo que estaba bien de lo que estaba mal. Y es que ¿cómo podía estar mal algo que causaba tanto placer? Todavía hoy me cuesta encontrar respuestas. A pesar de toda la lógica y la racionalidad de mis años, sigo perdiéndome en el vacío. Si esto es así, ¿qué respuestas podía encontrar mi pobre niña?
¡Maldita sea! Siempre me dijeron que no comiera tantos caramelos porque se me caerían los dientes, pero nunca me dijeron que no dejara que me tocasen porque me arruinarían la vida.
Cuando advertí que aquello no era normal, ya era demasiado tarde. Él seguía insistiendo, aunque entonces ya podía hacer uso de buenas artimañas para esquivarlo, evitarlo, rechazarlo, correrlo… La última vez que intentó tocarme tendría yo alrededor de quince años, quizás. Pude pegarle una cachetada, mirarlo fijo a los ojos y advertirle que no volviera a intentarlo, que no se acercara más, porque todo el mundo sabría lo que me había hecho.
Imagino que seguirá viviendo con total impunidad, quién sabe si haciéndoles lo mismo que a mí a otras criaturas. Para todo el mundo fue lo mismo que esto saliera a la luz. Todos siguieron no estando, no viendo.
Y yo acá, tratando de reconstruirme desde otro lugar, desde otros afectos, otras emociones…; cometiendo errores, cayendo una y otra vez…, pero sigo en pie, buscando desesperadamente todos aquellos abrazos, el refugio y la protección que no tuve en su momento.
Duele. Este nuevo proceso es sumamente doloroso, pero estoy dispuesta a destapar y a dejar de evitar para que nunca más vuelva a dolerme. Ansío poder encontrarme con lo más hermoso y más espantoso que tengo dentro para elegir de una vez y para siempre aquello que me pertenece de verdad y con lo que quiero quedarme.
http://forogam.blogspot.com/2008/12/testimonio-de-lorena-2-parte.html
Llevo tiempo buscando la mejor manera de expresarme, intentando dar con la fórmula que me permita contar —y contarme— mi historia. Y debería ser así, porque, a decir verdad, nunca lo hice; sólo fui capaz de plasmar pequeños fragmentos en clave en aquel diario que guardaba celosamente en mi adolescencia; retazos de un pasado donde relataba cómo me habían cagado la vida, cómo aprendí desde tan pequeña a sentir aquel odio tan inmenso…
Vueltas y más vueltas, viendo mi historia como un ovillo al que no acierto a encontrarle un principio. Pero lo encontraré; sé que hoy es el día indicado para sentarme a escribirla, porque estoy abierta hacia adentro, porque me estoy mirando, porque estoy sensible a mí, porque llueve… y porque tengo ganas de que me abracen.
Hasta acá, siempre me he sabido abusada sexualmente, y en este nuevo proceso que he iniciado me estoy ocupando de las secuelas, de las consecuencias, aunque todavía me cuesta mucho empezar por donde debo; allá donde más duele. ¡Me cuesta tanto recordarme y reconocerme en esas situaciones! No me gusta hablar de ello; nunca he podido sacar fuera esos recuerdos que, como dagas encendidas, corren y queman las venas, las entrañas…
Algunas imágenes son muy fugaces, pero al mismo tiempo van acompañadas de sensaciones muy fieles e intensas, sensaciones que quedaron impregnadas en la piel y que me remiten a una muy corta edad, quizá a los tres o cuatro años, y que no me abandonan hasta los quince…, quizá dieciséis.
Mi tío, el marido de la hermana de mi madre, siempre cerca, siempre dispuesto para el cuidado de su sobrina. Siempre con una buena excusa, buscando la ocasión para estar solos.
Algunas de las imágenes más nítidas pertenecen a la época en la que me subía a su chata. Lo recuerdo mirándome con esos ojos grandes y negros…; esa boca grandota y sedienta; sus manos pesadas y ásperas; su respiración incitante, con aquel olor que aún hoy suelo reconocer. Me llevaba con él a comprar las cosas para el asado familiar; me invitaba a aprender a manejar, subiéndome sobre sus piernas, apretujada contra el volante y su abdomen. Mientras con carita de distraída yo me hacía la que disfrutaba de aprender a manejar, él me recorría con esas manazas tan grandes, tan pesadas, tan ásperas, tan feas… Me fregaba y respiraba profunda y asquerosamente en mi oído. ¡Metía sus grandes dedos en aquel lugar que era tan mío! Y me respiraba al oído… Lo siento hoy, aún lo siento; el ritmo de la respiración agitada y entrecortada, como un gruñido entre dientes… Yo no lloraba. Por aquel entonces, de niñita, no lloraba. Tampoco escapaba, ni gritaba, ni me asustaba…
Guardo imágenes de algunas tardes de mucho calor, de cómo mi mamá nos preparaba a mi hermana y a mí para que el tío nos llevara a la pileta. Por alguna extraña razón, mi hermana siempre se lo hacía venir bien para que me tocara entrar primero a la cabina de la chata y sentarme al lado del tío. Recuerdo a mi hermana sentada en la otra punta de la butaca, con la nariz pegada a la ventanilla y mirando hacia afuera. Y yo al lado de él, para que hiciera lo de siempre. Después, en el agua, cuando me tiraba del trampolín y caía, y él me agarraba, me sostenía, me tocaba…, y también me penetraba.
A veces, sólo a veces, no quería tirarme del trampolín…
También recuerdo escenas en el patio de mi casa, a plena luz del día. Veo gente deambulando por la casa, aunque no logro descifrar qué hacían, dónde estaban con exactitud cuando él me tocaba y hacía que lo tocara; dónde estaban cuando me sentaba entre sus piernas y me ponía de rodillas, obligándome a hacerle tantas cosas que aún hoy me resultan innombrables.
Asco. Recuerdo haber sentido mucho asco. Tener que sentir y soportar todo eso en mi boca, mientras sus manotas, sosteniéndome de la nuca, me empujaban hacia delante y hacia atrás. Y yo no sabía dónde estaba la gente.
Otras veces, algún tiempo después, yo hacía mi tarea en la mesa del comedor y él llegaba de visita de rutina, como casi todas las mañanas. Se sentaba bien pegadito a mi silla. Mi mamá estaba de espaldas a la mesa, preparando el almuerzo, cortando, picando, trozando, lavando, mientras yo trataba de concentrarme en mis sumas, en mis oraciones, pero ese olor a… ¿sexo? No sé, sólo sabía que ese era su olor cuando tenía pretensiones conmigo. Ese olor empezaba a distraerme y me paralizaba; me quedaba quietita, como una estatua, procurando sólo toser o mover un poco más ruidosamente los lápices para que mi mamá no escuchara el ruido de su masturbación, ni el de su respiración. A veces, mi mamá se daba la vuelta y él continuaba con sus manos abajo, apoyado con los hombros en el filo de la mesa, su boca semiabierta y la lengua asomada, con cara de lobo sediento y hambriento, mientras yo hacía grandes esfuerzos para concentrarme en mi tarea, mientras mi corazón latía desbocado ante el temor de que mi mami lo advirtiera, ¡PERO NO!, ¡nunca advirtió nada!, hasta el punto que se sacaba el delantal y le pedía la gauchadita de cuidarme y ayudarme a terminar la tarea, mientras iba al centro de compras y volvía. Y se iba… ¡Siempre se fue! Entonces, mi pulso se aceleraba aun más, y aunque me aliviaba porque mi mamá no nos hubiera descubierto, temía por lo que vendría después. Sabía que tenía que dejar que las cosas pasaran, que era sólo un ratito. Cerraba los ojos y pasaba.
Me sentaba en la punta de la mesa y me penetraba. Yo no veía la hora para que terminara e irme corriendo al baño a lavarme. A veces dolía tanto que hasta llegaba a sangrar. A veces el olor era tan fuerte y nauseabundo que tenía que cambiarme la bombacha. Cuando al fin me dejaba, corría asustada a encerrarme en el baño. Me impregnaba con jabón para que nadie sintiera aquel olor cuando saliera de allí, siempre tratando de ocultar cualquier evidencia que pudiera develar aquel secreto… ¡¿por qué?!
Mis recuerdos más nítidos los ubico en aquellas mañanas en las que yo dormía… Escuchaba su chata llegar, escuchaba cómo entraba en casa. Entonces, yo me tapaba, aunque me muriera de calor. Me retorcía como un nudo, tratando de tapar cualquier hueco que quedara para entrar bajo el cubrecama… Sabía que vendría. Y así era. Antes que cualquier otra cosa, y como de costumbre, preguntaba por la chinita. Y mi mamá lo mandaba a despertar a la remolona. Oía cómo sus pasos se acercaban y en unos segundos se desbarataban todos mis esfuerzos con el cubrecama. Siempre encontraba el modo. Empezaba a deslizar su mano por mis piernas, mi pecho… Yo me hacía la dormida… ¡¿por qué?! ¿Por qué no me levantaba antes?, ¿por qué no gritaba?, ¿por qué no le miré a los ojos y lo corrí de mi cama?, ¿por qué no hice eso recién a los doce, a los catorce, a los quince?, ¿por qué no pude hacerlo antes?
Y acá lo más terrible que he debido afrontar: ¿disfrutaba? Era placer corporal, sensaciones desconocidas. La vida se me está yendo tratando de entender, de reconocerme como una criatura erógena, incapaz de distinguir lo que estaba bien de lo que estaba mal. Y es que ¿cómo podía estar mal algo que causaba tanto placer? Todavía hoy me cuesta encontrar respuestas. A pesar de toda la lógica y la racionalidad de mis años, sigo perdiéndome en el vacío. Si esto es así, ¿qué respuestas podía encontrar mi pobre niña?
¡Maldita sea! Siempre me dijeron que no comiera tantos caramelos porque se me caerían los dientes, pero nunca me dijeron que no dejara que me tocasen porque me arruinarían la vida.
Cuando advertí que aquello no era normal, ya era demasiado tarde. Él seguía insistiendo, aunque entonces ya podía hacer uso de buenas artimañas para esquivarlo, evitarlo, rechazarlo, correrlo… La última vez que intentó tocarme tendría yo alrededor de quince años, quizás. Pude pegarle una cachetada, mirarlo fijo a los ojos y advertirle que no volviera a intentarlo, que no se acercara más, porque todo el mundo sabría lo que me había hecho.
Imagino que seguirá viviendo con total impunidad, quién sabe si haciéndoles lo mismo que a mí a otras criaturas. Para todo el mundo fue lo mismo que esto saliera a la luz. Todos siguieron no estando, no viendo.
Y yo acá, tratando de reconstruirme desde otro lugar, desde otros afectos, otras emociones…; cometiendo errores, cayendo una y otra vez…, pero sigo en pie, buscando desesperadamente todos aquellos abrazos, el refugio y la protección que no tuve en su momento.
Duele. Este nuevo proceso es sumamente doloroso, pero estoy dispuesta a destapar y a dejar de evitar para que nunca más vuelva a dolerme. Ansío poder encontrarme con lo más hermoso y más espantoso que tengo dentro para elegir de una vez y para siempre aquello que me pertenece de verdad y con lo que quiero quedarme.
http://forogam.blogspot.com/2008/12/testimonio-de-lorena-2-parte.html
Que fuerza la de esta niña que al final supo decir vasta ya y entendió que puede reconstruir su vida a partir de esa decisión.
ResponderEliminarMucha fuerza de mi parte para ti Lorena espero que ese sea tu nombre es muy bello, saludos.
Son muchos y muchas quienes se ven forzados a seguir adelante después de una infancia rota y perdida... lamentablemente hay quienes consiguen salir adelante con más coraje y valor, pero otros quedan marcados para toda su vida.
ResponderEliminarLorena afortunadamente fue una de los primeras.
Gracias por borrar mi(s) mensaje(s) pedazo de puto.Al final, sos la misma basura que el resto.
ResponderEliminarDisculpa, mi tiempo actualmente es mínimo para le mantenimiento de este blog, tengo más temas abiertos, y hay ciertos comentarios que no quiero publicarlos a la ligera y otros sin tener tiempo para responderlos.
ResponderEliminarNo sé que te piensas que es esto, pero para insultar vete a uno de tus foros frecuentados, no tengo problema para censurar ciertos comentarios, aunque no es mi intención original.
Incluso pese a lo que dices en tus argumentos, como moderador del blog, disculpa esa demora.